Alejandro Pérez
E-mail: perez14_@hotmail.com
Queridos lectores, quiero empezar agradeciéndoles por volver a esta columna.
También quiero advertir que ésta —columna— que están leyendo hoy, es algo así como la historia que “le pasó a un amigo de un amigo” y que me tomaré la libertad de contar en dos actos —esta columna y la del próximo mes— la historia de ese amigo de mi amigo. Así pues, dejando esta claridad, quiero hacer hincapié en que en este caso no soy más que el canal de comunicación entre ese personaje misterioso y ustedes, y que lo que contaré en este espacio; para nada me pasó a mí.
Tengo un amigo que conozco desde hace mucho tiempo, quizá sea mi amistad más antigua y puedo decir que lo he tratado desde que tengo uso de razón.
Este personaje, que para efectos prácticos vamos a llamar Emilio, ha pasado su vida leyendo y escribiendo todo lo que se le atraviese, y consumiendo música de todas las latitudes. Es un entusiasta de los conciertos y no se pierde ninguno —desde que esté en sus posibilidades asistir a este tipo de eventos—.
Emilio se enteró el año pasado que un grupo de rock —básicamente de culto— de origen chileno —pero que sonó mucho en México—, que se había separado por cuestiones propias del desarrollo de la vida del hombre, estaría presentándose en vivo después de ocho años fuera de los escenarios en Santiago y no dudó en armarse un viaje de bajo presupuesto para cumplir su sueño adolescente —que realmente nunca tuvo— de viajar como mochilero a Sudamérica. Sacó sus ahorros y se hizo con la boleta del concierto, una reserva en un hostal aparentemente acogedor —según las fotos que se veían en la página de las reservas— y un tiquete de ida y vuelta Bogotá – Santiago – Bogotá por VivaAir.
Ya se imaginarán, queridos lectores —después de esa larga introducción—, por dónde va el asunto de esta columna. También se imaginarán la sorpresa de Emilio al sentir la vibración incesante de su teléfono celular en el bolsillo de su jean mientras almorzaba en una cafetería chilena, y el desconcierto cuando empezó a ver la cantidad de mensajes que llegaban por parte de sus familiares y de los amigos, que sabían que estaba en el exterior. «Ay, hermano. Qué vuelta. ¿Qué va a hacer?». «Mijo, ¿si vio lo de Viva? Ay, esos hijue***** me dejaron tirado a mi chinito». «Parce, si le toca hacer una nueva vida por allá, pues invita para ir a visitarlo».
Emilio no sabía qué pasaba hasta que yo le mandé, sin introducción alguna, el enlace al tweet con el comunicado de Viva en el que decían que cesaban operaciones y que de alguna manera parecía nada más que un vil chantaje a la Aerocivil para que dejara que esa compañía se fusionara con Avianca, todo esto a expensas de —según cifras que han salido en otros medios de comunicación— cerca de medio millón de pasajeros en Colombia y en el exterior.
Lo último que se ha sabido del tema es que ya Avianca, a través de argucias del mundo corporativo, ya era el dueño de Viva en el momento que tomaron la decisión de dejar varados a los pasajeros que confiaron en ellos —incluso mucho antes de ello—. ¿Qué pasará con esta novela empresarial? ¿Qué pasará con Emilio y sus sueños sudamericanos? Amanecerá y veremos.
Lo cierto es que, si VivaAir sobrevive a esta novela, el costo reputacional de esta “jugadita” va a ser enorme.
*Las opiniones expresadas en esta columna de opinión son de exclusiva responsabilidad de su autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de La Prensa Oriente