Erney Montoya Gallego, docente universitario
Una democracia donde no hay ciudadanos no tiene sentido. Y la nuestra es una democracia sin ciudadanos. A eso nos ha llevado el pensamiento liberalista y contractualista que nos domina desde hace dos siglos. Por esta falla de la democracia liberalista, agudizada por las prácticas clientelistas y corruptas de la “clase política”, debemos insistir en la necesidad de una educación en y para la participación ciudadana, el pensamiento crítico y el civismo.
Lamentablemente, la actual educación formal y convencional pareciera estar pensada para satisfacer las necesidades de una economía neoliberal, por lo cual está orientada a “aconductar” meros obreros para el sistema productivo o a crear profesionales egoístas y competitivos. Así mismo, otras instituciones sociales, como el mercado y los medios de comunicación, forman (o, más bien, deforman) para el individualismo, para el consumismo y para la consecución del éxito personal a como dé lugar. Todo ello en su conjunto es el germen de la pasividad y apatía de las personas frente a la esfera pública y la política.
En todas las modalidades de la educación -formal, no formal e informal- y desde la educación inicial hasta los niveles superiores, se debe fomentar la formación de ciudadanos para la vida pública. Esto es, formar sujetos poseedores de profundas virtudes democráticas, capaces de participar de forma crítica, reflexiva, dialogante y cívica en los asuntos de su entorno social, cultural y político. Sujetos con cualidades como el respeto, la tolerancia y la solidaridad.
Sin abandonar los principios universales, las estrategias formativas deben desplegarse desde los entornos y realidades locales, para no quedarse en meras ficciones propias de los Estados nacionales. Los procesos deben incluir la construcción social de unos principios comunitarios y una identidad cultural propia. “Sólo si los individuos se saben y se sienten miembros de una comunidad concreta, más definida que el estado de derecho, podrán identificarse con un determinado proyecto político y comprometerse a realizarlo”, explica Victoria Camps.
La educación no debe preparar únicamente para el trabajo y para darle sentido a la vida, sino también para la solidificación de los lazos ciudadanos. De esta forma, la democracia sólo es posible si sostenemos una educación que contribuya a aumentar la equidad en el acceso a los bienes públicos y combata la desigualdad. Parafraseando a Aristóteles, la vida en sociedad depende tanto del carácter de los ciudadanos, de su razón y su voluntad, articulados en un Estado que garantice lo que el filósofo llama la vida buena; esto es, unas condiciones de existencia en las que todos los ciudadanos se unan para conseguir el bien de todos y donde todos participen en la vida pública.
Por eso, la sociedad precisa de una educación que favorezca la promoción y fortalecimiento de procesos de interacción cooperativos y colaborativos, a partir del diálogo de saberes, desde una comunicación horizontal, con un horizonte de sentido muy claro: el bien común, el crecimiento colectivo, el mejoramiento de la convivencia y la construcción de proyectos sociales a corto, mediano y largo plazo. No podemos perder de vista que la meta colectiva es que la vida digna sea un hecho para todos; he ahí la tarea de una ciudadanía activa y participativa.
Y sugiero una educación en la participación porque este desafío no puede quedar solamente en la transmisión de contenidos teóricos, ni en una labor exclusiva de las instituciones educativas. La participación debe ser una política cultural de cada pueblo, de cada comunidad, construida con base en prácticas culturales permanentes, cotidianas, integrales y presentes en todos los escenarios sociales: la familia, el parche de amigos, el barrio, los grupos a los que pertenecemos y, claro está, la escuela, la universidad…, en fin. Repito, todo ello en un ambiente de respeto, tolerancia y solidaridad.
Además, las instituciones educativas no pueden limitarse simplemente a reproducir el modelo de la democracia representativa, que lamentablemente está cayendo en las mismas prácticas negativas que se dan en el país, como el ofrecimiento de regalos y promesas que no se van a cumplir. Mas bien, se deben generar prácticas culturales y así crear hábitos de participación cívica que permitan una democracia fuerte y directa. Prácticas que también salgan de los muros del centro educativo y se establezcan en la sociedad civil y el espacio público, para darle sentido a la democracia.
Esta forma de entender la participación y la democracia requiere también de una formación en el pensamiento crítico. Desde pequeños, de una forma a su alcance, hay que formar a los niños y jóvenes para que conozcan y cuestionen su realidad social e histórica. Es una formación que inicia con la razón y la reflexión, pero luego ese pensamiento se tiene que convertir en acciones concretas, como participar activamente en sus diferentes entornos: la familia, la escuela, la universidad y la sociedad en general. En nuestra sociedad, la democracia sólo será estable si se incentiva el pensamiento crítico y la creatividad.
En la misma línea de pensamiento que vengo abordando en estos artículos de opinión publicados por el periódico La Prensa, una educación en y para la participación llevará a que esta virtud democrática se asuma, a fuerza de convertirse en un hábito, en una política cultural que, sumada a otras prácticas cívicas y democráticas, consolidará una cultura política propia, que es la base para transformar la política, el Estado y el destructivo modelo neoliberal.