Grupo de Investigación en Historia de Rionegro
E-mail: investigacionhistoriarionegro@gmail.com
Durante el periodo colonial, un crimen era la infracción contra un orden establecido o la vulneración de un derecho o fuero. Esta noción ha cambiado en el tiempo hasta convertirse en la afectación de un bien jurídico reconocido socialmente y legitimado por algún código o manifiesto: la vida, el patrimonio, el honor, la integridad, etc.
Distintos crímenes y delitos han acompañado la sociedad rionegrera y frente a ellos se han dispuesto condenas, castigos y sanciones, como mecanismos correctivos de la conducta de las personas. Por ejemplo, en 1731 se prohibió la fabricación, la distribución y el almacenamiento de aguardiente en el valle de San Nicolás. Esto se debió a los inconvenientes ocasionados por personas en estado de embriaguez, “repentinos robos y otros vicios” y la falta de autoridades que controlaran la situación.
La corona española ordenó cerrar todos los estancos y desmantelar la fábrica de aguardiente, e impuso distintos castigos a quienes quebrantaran la ley: penas como azotes, encarcelamiento y presidio en Cartagena fueron impuestas a hombres mestizos, mulatos e indios que fabricaran, vendieran y almacenaran licor. Para el caso de las mujeres se ordenaron castigos como el escarmiento público y el trabajo en hospitales con niños expósitos. En caso de que “los transgresores fueren de superior calidad a la expresada, sean hombres o mujeres”, pagarían multas de hasta mil pesos por estos crímenes.[1]
La justicia podía imponer penas según la trascendencia de los delitos, como en 1745 cuando Florencio Sánchez fue desterrado por cuatro años del valle, “veinte leguas en contorno”, por “ejercitarse en hurto de ganados” y cometer incesto con una familiar de primer grado. El alcalde José Servando Suárez le impuso la pena del destierro, pues consideró que el delito afectaba los bienes personales y la moral colectiva. Si el infractor regresaba al valle antes del tiempo establecido sería condenado al presidio de Bocachica en Cartagena, para trabajar “por ocho años en las galeras, a ración y sin sueldo”.[2]
Durante las primeras décadas del siglo XIX, la pena de muerte constituyó un castigo para delitos graves, como ocurrió el 13 de julio de 1829, cuando María de la Luz Giraldo fue sentenciada por conyugicidio. La mujer había atacado a su marido con un garrote, propinándole varios golpes en la cabeza y dejándolo moribundo por dos días. Inicialmente fue trasladada a la capilla de la plaza y luego conducida al cadalso. Frente a ella se formó una escolta de soldados, quienes dispararon a la señal y le dieron muerte. Su cuerpo quedó exhibido por tres horas en la plaza pública.[3]
Si bien los crímenes son afectaciones jurídicas tratadas por la justicia secular, muchos eran tipificados en el ámbito religioso como pecados, en tanto atentaban contra los mandamientos de Dios. Matar una persona, robar, cometer incesto y actos indecentes, entre otras acciones, conjugaban al tiempo el crimen y el pecado.
Finalizando el siglo XIX, las buenas costumbres y la buena moral continuaban marcando el correcto orden social. La embriaguez, el juego, la vagancia y la prostitución eran actos judicializables, debido a que afectaban el buen comportamiento de los habitantes de la ciudad. Estos delitos se relacionaban con los excesos y la diversión del cuerpo, y era indispensable erradicarlos desde la costumbre del trabajo y los buenos hábitos.
Así, en 1873 Pedro Guzmán y Julián Hinestroza fueron procesados por las autoridades de Rionegro, por haberse reunido con otros individuos a jugar dados y monte.[4] En ambos procedimientos, los sujetos fueron multados con 25 pesos por facilitar este tipo de juegos, mientras que otros individuos, como Vicente Castañeda, León Montoya, Federico Betancur, Jesús Sosa y otros fueron castigados con veinte días de trabajo en obras públicas por participar como jugadores.[5]
Por otra parte, las mujeres podían ser procesadas por acciones que afectaban el honor y la buena reputación de las familias, a través de escándalos públicos, vagancia y relaciones ilícitas, entre otros delitos. Uno de estos casos ocurrió el 7 de mayo de 1904, cuando Roso Arenas acusó de vagancia a su esposa María Sosa, por haber dejado su hogar y mantenerse en la periferia del municipio bebiendo, haciendo escándalo y “teniendo conductas pecaminosas que manchan el honor de la familia”. El alcalde municipal la halló culpable, ordenó que volviera con su esposo y le impuso una multa de doscientos pesos y una fianza abonada para guardar la paz en la sociedad.[6]
En otros casos, las mujeres también incurrían en crímenes relacionados con la hacienda pública por asuntos como contrabando y desfalco a las rentas departamentales. Por ejemplo, en 1926 Marcelina Velásquez, dobladora de tabaco, fue condenada a pagar cincuenta pesos y cumplir con un encierro de treinta días en su casa, por haber vendido tabaco en cigarrillo y en vaina en Rionegro.[7]
Los crímenes en la historia de Rionegro se pueden entender como un reflejo de las dinámicas sociales en distintos momentos de su evolución, y permiten comprender los problemas y las urgencias de la población, así como las necesidades de las autoridades por controlar y salvaguardar una estructura social. Históricamente se han aplicado distintas estrategias, castigos y penas con el propósito de corregir la conducta de los habitantes, pero los crímenes continúan estando estrechamente vinculados al desarrollo de las sociedades.
Felipe Vélez Pérez, Sebastián Pérez, Miguel Ángel Hincapié, Carolina Hernández, Santiago Gómez, Steven Londoño y Mauricio Osorio.
Facebook: Grupo de Investigación en Historia de Rionegro
Instagram: @historiaderionegro