Por: Alejandro Pérez
E-mail: perez14_@hotmail.com
Vivo en lo que podría considerarse como uno de los municipios más bellos del oriente antioqueño. Y me disculpará usted, que lee esto en un municipio diferente, pero me sostengo en lo que digo.
Vivo en un municipio lleno de planicies en las que el 90% de sus habitantes se desplazan en bicicleta sin miedo a llegar a pie a la casa, porque —como las brujas: de que los hay, los hay— no está —tan— lleno de malandrines. Y tiene, además, uno de los centros de monitoreo más avanzados de todo el oriente.
En este municipio el clima es privilegiado —si nos olvidamos por un momento del cambio climático, que ya no respeta cábalas—, en el que se ve un sol radiante al momento en que pasa una refrescante brisa fría. Y sus atardeceres arrebolados posan coquetos para las fotos.
La gente de este municipio en el que vivo es amable, ayuda a su prójimo y está pendiente de que el pueblo se vea bien para que los visitantes lo disfruten y se asombren tanto como los locales, aunque nunca faltan las excepciones a la regla —empezando por los vecinos que tienen alterado el sentido de la escucha y necesitan volúmenes infernales en sus aparatos de sonido, pero esa es otra historia—.
Pero este municipio maravilloso que parece salido de un cuento de hadas tiene un pecado, y es un pecado que empieza a volverse un lugar común en otras latitudes: se convirtió en un gran parqueadero.
Imagínese, señor lector, que a pesar de que la secretaría de Movilidad —sí, yo también llegué a imaginarme que eso no existía acá— llenó de señales de No Parquear el 98% de las calles, la gente, como se diría informalmente: no copia de eso.
Parquean donde quieran día y noche, y las calles se han convertido en un laberinto a sortear a la hora de caminar. Se nota el desorden en las calles y hay riesgos de accidente en cada esquina porque —como el sentido común es el menos común de los sentidos— ya nadie se preocupa por dejar el espacio de ley y parquean, incluso, en las esquinas. He visto, para colmo de males, personas que dejan su carro en la mitad de un puente haciendo trancón. Claro pues que, si somos sinceros, el trancón ya se volvió algo del día a día, pues la mayoría de las calles, gracias a los carros apilados a uno u otro lado de la avenida, se han venido convirtiendo, paulatinamente y sin quererlo, en calles de un sólo sentido. Y como me dijo alguna vez un taxista de esta municipalidad, esta tierra bella se ha ido convirtiendo de a poco en “una Bogotá chiquita”.
También están los más osados —que podrían pasar por pacientes de un astigmatismo crónico— que parquean, de forma descarada, al frente de una de esas señales de No Parquear que solo sirven de decoración. Y su contraparte, un agente de tránsito —¡Imagínese, señor lector! Acá también hay de esos, pero no parece— miope que se hace el de la vista gorda con estas infracciones.
El diccionario de la Real Academia define “decorar” como: “Adornar, intentar embellecer una cosa o sitio”, y lo cierto es que no puede quedar mejor utilizada esa palabra en un municipio donde la Secretaría de Movilidad tiene a sus agentes de tránsito sólo para embellecer, pero nunca para garantizar la movilidad.