Leyendo: La segunda oportunidad de Luz María

La segunda oportunidad de Luz María

María Paula Montoya Londoño, Comunicación Social UCO – E-mail: mariamontoya180@gmail.com

Luz María Montoya me cuenta que, aunque el cáncer está próximo a arrebatarle la vida, ella ya tuvo su segunda oportunidad, porque en 1985 fue una de las pocas sobrevivientes a la tragedia de Armero.

El encuentro es en el asilo El remanso de nuestros viejos, ubicado en Marinilla, Antioquia. Allí, a petición de mi madre, debía sentarme con algún viejito para conversar. Son las 3 de la tarde y observo a todos los ancianos que están sentados. Entonces la vi a ella, sentada en toda la esquina de aquella finca, justo al lado del salón, se le notaba escondida. Era extremadamente delgada y de cabello blanco. Lo que más la caracterizaba era el bulto de gasa que tenía cubriéndole parte del rostro, las moscas se le posaban en aquella herida que cubría. Su mirada era tosca, nada parecida a la de las ancianas tiernas.

 Luz María aceptó conversar conmigo un rato. Me contó que la gasa la cubría de la herida de un cáncer de piel que le había carcomido su nariz y que poco a poco se estaba aproximando a su ojo. Ella aceptaba que su hora se estaba llegando, pero esto no la afectaba.

 —Dios escuchó mi súplica de dejarme vivir un poco más, hace 34 años —recalca ella.

En la noche del 13 de noviembre de 1985, Luz Marina presenció uno de los peores desastres naturales del país: la erupción del volcán Nevado del Ruiz que produjo una avalancha que sepultó la ciudad de Armero, ciudad natal de esta anciana.

Desde su llegada al asilo, Luz María se dedicó a la docencia y servicio a los niños y ancianos de la comunidad.

Luzma, como le dicen de cariño, a pesar de su condición es bastante enérgica y animada. En el asilo ya es tomada como una lderesa porque ayuda a los enfermeros en el cuidado de los demás viejos, y si es necesario también los regaña.

—Aquí todos vuelven a ser niños de nuevo, yo me salvo un poquito porque fui profesora gran parte de mi vida —exclama.

En el asilo también viven niños, aproximadamente doce. Luz María a veces se da a la tarea de ser su maestra, aunque por su enfermedad ha dejado de hacerlo.

En la emisora suena el rosario.  Este sonido se mezcla con el murmullo de los ancianos. Entonces Luz María. con un tono retador, me pregunta si no me da fastidio visitar ese lugar.

—A ustedes los jóvenes ver estas cosas les parece deprimente —dice ella.

 Yo niego rotundamente y le digo que en los ancianos están las mejores conversaciones.

—Yo estoy buscando historias, ¿Tiene alguna por contarme? —le pregunto.

Me contesta que tiene bastantes. Una en particular que considera la más asombrosa es la vez que casi muere en Armero. Antes de empezar con su anécdota me dice que a ella le incomoda hablar mucho porque siente que el olor putrefacto que emana de su rostro puede desagradar a las personas.

Luz María con su mejor amiga Julia, ambas se conocieron en el asilo.

—Si no me he muerto —exclama.Desde el principio la noté algo reacia al diálogo, pero noté que era por cuestión de timidez. Mientras espanto las moscas que se posan a cada rato en su rostro, le digo que no se preocupe, que no pasa nada. Cuando ya eran las cuatro de la tarde, las enfermeras llaman a todos al comedor y se acaba la hora de las visitas.  Le digo a Luzma que me debe su historia y que en unos días volveré a visitarla.

La ayudo a levantarse y me despido.

Vuelvo al remanso aproximadamente un mes después y más temprano que la vez anterior. Allí sigue ella sentada en el mismo lugar.

—Hoy sí fue —le dije.

—Me tocó entonces —refunfuñó alzando sus hombros.

Luzma se acomoda su gorro de lana y antes de empezar con su historia me advierte que esa experiencia la ha dejado marcada y que todavía tiene pesadillas de ese estruendo tan horrible.

“Todo comenzó ese miércoles de noviembre, como a las cuatro de la tarde empezó a caer ceniza. En la casa nos pareció raro, pero por la emisora nos dijeron que tranquilos, que solo saliéramos con gafas, gorras y que evitáramos aspirar la ceniza, decían que no había que alarmarse. Yo estaba en la casa con mi papá y mi hermana. Mi mamá estaba en Ibagué, no me acuerdo si estaba trabajando. A eso de las nueve la caída de la ceniza estaba peorero igual nos acostamos. Yo solo recuerdo que hubo un estruendo muy horrible y no había luz, entonces salimos a la calle y vimos a toda la gente corriendo y gritando. Nosotros no entendíamos qué pasaba. Uno gritaba preguntándole a esa gente qué pasaba y no contestaban, un vecino sí me dijo que se venía la mole. Que pánico, ahí mismo mi hermana y yo salimos corriendo con papá. Yo solo le rogaba a Dios que no me dejara morir. A varias personas las atropellaron en la calle, los carros que iban a mil tratando de salvarse de la avalancha. Hasta nosotras alcanzamos a ver cómo esa ola tapaba las casas altas y destrozaba las puertas y las ventanas, y todas las cositas que tenía la gente en su casa salían en medio del agua. En medio de ese pánico corríamos a todas partes, mi papá que estaba muy viejito y no podía moverse tanto se quedó, yo ni recuerdo en qué momento. Uno entre tanto miedo y tanta adrenalina se le olvida que tiene familia”.

Era notorio que a Luz María recordar este suceso le afectaba bastante, en especial el momento en que su papá se perdió. Ya comprendía yo por qué se mostraba un poco reacia a contarme.

—¿Cómo se llamaba él? —pregunté.

—Abel —respondió. — Él fue muy mal papá y mal marido con mi mamá, además no fue culpa de nadie que se perdiera.

Ella continuó con su anécdota:

“Entonces todo el mundo estaba gritando que había que correr hacia una parte bien alta para que esa avalancha no nos cogiera. Allá cerca había una loma que se llamaba el Alto de la Cruz, como quedaba cerca de donde estábamos todo el mundo corrió para allá. Yo cogí a mi hermana para que no se perdiera y nos fuimos a toda, de esa manada de personas a algunas se las alcanzó a llevar la corriente. Eso fue muy impresionante de ver. Se formó un caos terrible y después llegamos al Alto de la Cruz. En ese morro se salvaron por ahí 50 personas que alcanzaron a subir.

Todos estábamos grises y si uno miraba para el horizonte, donde quedaba Armero, ya no había nada. Menos mal Patricia —su hermana­— no se separó de mí. Allá nos quedamos varias horas hasta que pasó una avioneta y decía que Armero se había acabado. Como nosotras no sabíamos qué hacer, bajamos a una planicie y allá estaban los rescatistas. Había gente muerta en los escombros, todo estaba lleno de pantano, desde eso yo le tengo un fastidio increíble al pantano (Luz María se estremecía).  Algo muy terrible también fue ver cómo apilaban los cadáveres en una parte que se llamaba la Plazuela, allá los sobrevivientes, con un trapo mojado limpiaban el lodo de los rostros de los muertos para ver si había alguien conocido. Esos muertos eran grises y estaban como hinchados. Otros muertos quedaron atravesados por los árboles. Y unos que sobrevivieron tragaron mucho lodo y eso se les secó por dentro.

 A varias personas nos rescató la Cruz Roja y nos llevó a Ibagué donde estaba mi mamá y otros familiares. Fue duro porque llegamos sin mi papá, pero mi mamá dijo que nuestra llegada fue un milagro. Allá en Ibagué hay mucho sobreviviente, la mayoría siguió con su vida ahí. Eso fue lo más horrible que me ha pasado, menos mal para eso todavía no había tenido a mi hijo, muchas mamás se quedaron sin sus hijos, o se los llevaron para Bogotá y se perdieron. Que yo recuerde, eso le pasó a una amiga del colegio que también sobrevivió. Y es que cuando eso no existían esos aparatos que ustedes usan que suben una foto y ya después lo encuentran.

Tiempo después se empezó a rumorar que todo sucedió por negligencia, que ya habían advertido, pero a nosotros no nos dijeron nada. Recuerdo muy bien cómo nos avisaban por la emisora que no había de qué preocuparse. Muchísima gente murió y saber que eso se hubiera podido prevenir. Nada raro en este país.

El Bunde Tolimense y las canciones de Garzón y Collazos son sus tonadas favoritas.  Suele cantar y bailar esta canción. Según ella, le recuerda su bonito Tolima.

Yo siento que Dios sí me escuchó, las posibilidades de sobrevivir a esa catástrofe eran muy pocas, después de Armero, no tengo problemas con aceptar la muerte. Yo ya viví lo que tenía que vivir. En este punto uno ya siente que estorba, que ya su trabajo en este mundo terminó. Ya tuve mi segunda oportunidad de quedarme”.

Ya eran las cuatro y las enfermeras empezaron a llamar al comedor. Después de ese día, Luzma y yo ya éramos amigas. Le prometí volver pronto y le dije que me debía la historia de su hijo y cómo terminó en Antioquia. Nos despedimos.

Meses después que vuelvo a visitarla, noto que la gasa se expande cada vez más por su rostro. Está mucho más delgada. Cada vez se muestra muy ansiosa y su comportamiento se ha vuelto errático. En varias ocasiones no me saludó. No supe si adjudicarle esto a la senilidad o a su enfermedad, ella decía que la morfina ya no le estaba calmando el dolor y esto la desesperaba. Le pregunto a Vargas, una enfermera, qué le sucedía a Luzma y me dice que ha estado así últimamente, desde que se le cayeron los dientes.

Desde ese día, ella no se volvió a prestar para otra charla. Yo sucumbí ante su indiferencia. Nunca supe si se enojó porque tardé mucho en volver o si era por su enfermedad. En ese tiempo me dediqué a hablar con otros ancianos. Aunque dejé de frecuentar el asilo, iba esporádicamente. En octubre Luzma estaba de buen humor, ya su ojo derecho estaba consumido y se notaba en la parte del rostro que no estaba cubierta por la gasa un cierto aire lúgubre de melancolía. Ese día nos llevó a su cuarto, dijo que la estaban asustando mucho últimamente, en la madrugada. Nos comentó que su hijo estaba algo insistente con la eutanasia, decía que esto la tenía bastante pensativa pero que sus principios morales no se lo permitían.

—Yo ansío que me vaya rápido, ya estoy sufriendo demasiado —nos exclamó.

Le pidió a mi madre orar mucho por ella y después nos despedimos.

Aunque no insistí en preguntarle por su hijo, traté de conseguir la información. Le pregunté a Betto, el enfermero favorito de Luzma, por las incógnitas con las que quedé. Por suerte él era de las personas que más la conocía en el asilo. Empezó a contarme:

—Ella fue una de las primeras abuelas que llegó aquí. Desde su llegada fue una gran benefactora de la fundación, sirvió como docente y catequista para los niños. Ella nos ayudó mucho con donaciones y regalos para los niños y viejitos de la vereda. Trabajó siempre hasta que le llegó el cáncer.

Yo seguí con las mismas dudas acerca de su hijo y su llegada a Marinilla. Así que insistí más con las preguntas.

—Luz María llegó aquí como desplazada con su hijo pequeño, Alejandro se crío aquí en el asilo. Sobre su padre no se sabe mucho, Luzma nunca se casó. Me ha contado que Alejandro fue el fruto de una relación con un amigo que tuvo. Su hijo vive, se conoció con una mujer y se fue a vivir con ella a Medellín, específicamente en el barrio Santo Domingo Savio. Tengo entendido que él tuvo un hijo con esa mujer. Alejandro no se muestra casi atento con la enfermedad de su madre; cuando ella lo llama él hace caso omiso. Siempre ha sido un hijo ausente, bastante alejado de ella —concluye Betto.

En conversaciones con otras ancianas llegué a escuchar que tuvo un amorío con otro viejito del asilo “don Gustavo, el de la tienda”, dicen ellas. Que tuvieron un amor muy bonito y que incluso pedían permiso para salir. Al parecer ese romance terminó cuando a ella le empezó el cáncer.

Para la Navidad de 2019, decidimos hacer una actividad en el asilo. Fueron músicos y llevamos comida. Luzma llevaba un vestido azul muy elegante. Ese día estaba muy contenta, bailó toda la tarde con Julia y se mostró muy amable. Ese día por primera vez no manifestó sus deseos de morir. Nos que se necesitaba ropa para los demás ancianos, nunca pedía cosas para ella. Y así, entre baile y diversión terminó la tarde. Antes de ir al comedor, Luz María nos abrazó. Dijo que agradecía que no nos olvidáramos de los viejos, que en la Navidad la soledad pegaba más fuerte. Así nos despedimos.

Antes de salir del lugar, Betto nos exclamó que ya el cáncer se había extendido demasiado, dijo: “es extraño verla tan alegre con semejante dolor encima”.

Volví en enero de 2020 al remanso. Bajé la rampla, saludé a todos los viejitos con un gesto con la mano. Descargué las bolsas.  Ese día no estaba el señor de la tienda. Cuando dirijo mi mirada hacia ese rincón que queda al lado del salón, la silla que ocupaba Luz María estaba vacía. Se me hizo raro. Cuando por fin veo a Betto y le pregunto por ella, él hace un gesto triste.

Adentro en la capilla, ya estaban listas las cenizas de Luzma, justo para ser esparcidas en la quebrada de la vereda, como ella siempre había querido.

Nunca se sabe cuál va a ser la última vez que uno hable con los ancianos.

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