Por: Maria Paulina Iral Cardona
Comunicación Social UCO, E-mail: paulinairalcardona@gmail.com
Con camisa color cielo y pantalón de gala se sienta Miguel Ángel Gallego rodeado por anturios y san juaquines esperando que su esposa, Fabiola de Jesús Gallego, le llevara la mazamorra para merendar en aquella tarde fría del 30 de septiembre de 2022.
Hijo mayor de Juan Bautista Gallego y Ana Joaquina Iral. Criado, junto a sus 4 hermanos, en la vereda La Clara, Guarne hasta que tuvo 7 años. Es un señor que, a sus 76 tiene pocas palabras, pero muchos sentimientos hacia la cabuya. Fibra que marcó y sigue marcando su existencia.
A los ocho años, viviendo en la vereda El Colorado de su amado Guarne, aprende a hacer y no solo a ver todo el trabajo que la cabuya permitía. Tenía mentores con experiencia de toda la vida, sus padres, quienes levantaron su hogar a punta de la economía que en los años 50 movía el municipio: las distintas formas de comercializar esta fibra rica, la novia del café, el Agave sisalana científicamente, la maravillosa cabuya.
Desde pequeño aprendió a utilizar el telar, aparato que tiene dos pedales que al activarse hacen que se abran y se cierren la fila de alambres en donde se pone la fibra; se aprovecha ese abrir y cerrar para pasar de un lado al otro un rollo del material logrando que queden entrelazados. Cuando se menciona “pequeño” no es solo una forma de dejar clara la edad sino también su estatura que dificultaba un poco el zapateo constante del movimiento del aparato, siguió creciendo, no solo en edad y tamaño sino en experiencia con el telar que entrelaza fibra y cabuya creando identidad y tradición para Los Comuneros. O al menos, eso es lo que se ha venido diciendo históricamente.
“Qué bobada, por ejemplo, eso de las fiestas de la cabuya. Pa qué eso si cuando todos trabajábamos la cabuya nadie nos apoyó”, afirma, casi sin expresión, don Miguel.
En esos años, ni nos cobraban nada ni nos daban nada. Cada uno hacía lo que podía y se las arreglaba para vender. “yo me iba hasta Medellín con bultos de tapas de cabuya o con costales para la panela y allá los vendía, pero uno nunca tenía un cliente fijo”. Pero esa tradición se perdió por falta de apoyo, afirma Miguel con manos cruzadas, dejaron que el plástico, la fibra y otros materiales que eran supuestamente más baratos se llevaran todos los clientes y uno solo no era capaz.

Miguel recuerda que aproximadamente hace 20 años la industria de la cabuya comenzó a disminuirse en el municipio hasta el punto de que en la actualidad ni siquiera las nuevas generaciones identifican la planta. Poco a poco los trabajadores de este material tuvieron que ir buscando qué más hacer para llevar comida a sus hogares. Él optó por comenzar a sembrar distintos productos en su casa, la mora y la uchuva, por ejemplo, y a vender leche de unas 2 vacas que tenía en ese entonces.
- Entonces, ¿por qué siguió trabajando con el telar? le pregunto
- Yo no sé, será por amor a todo eso, me responde, dando las últimas cucharadas a la mazamorra servida en taza de flores, hice solo hasta segundo de primaria, a nosotros nos tocaba era trabajar con esto, no había tiempo para estudiar. Trabajar con estos aparatos es lo que sé hacer.
“Pero ya no trabajo el telar con cabuya porque a nadie le interesa comprarlo. Ahora me toca con fibra, que se enreda más, pero que al menos se vende un poquito”. Don Miguel deja muy claro que ya no le dedica tanto tiempo al trabajo en el telar porque solo hace pedidos de “docenitas” por contrato y son esporádicos para el señor Diego Herrera, vecino de la vereda Juan XXIII.
Pie derecho, pie izquierdo. Se abren y se cierran los alambres del telar y don Miguel pasa el rollo de fibra amarilla para crear ese entrelazado que lo hace derramar unas cuantas gotas de sudor. De vez en cuando tiene que acomodar la fibra porque se va saliendo del rollo y repite “con la cabuya no pasa eso. La cabuya es más obediente”.
Termina su primer rollo y sale de aquella habitación al final de su casa, recorre la cocina con aspecto negroso por el quemar de la leña y llega a la sala en donde agarra más material. Hace nuevamente el recorrido, pero antes de poner sus pies en el telar, va a el hilar, una especie de rueda que al girar envuelve la fibra, ya que en rollo es mucho más cómodo el trabajo.
Sigue pasando el rollo de un lado al otro; de mano en mano y hala la mesa del telar con el brazo que queda libre para asegurar el entrelazado que acaba de hacer. Me deja intentar el proceso y luego nos sentamos nuevamente en el patio de su colorida casa.
- ¿Usted cree que en el municipio esta tradición vuelva a ser tan importante como antes?
- No, yo no creo. A las generaciones de ahora no les interesa y hasta se burlan. Y las alcaldías menos, si no apoyaron antes no creo que lo hagan ahora. Reniega don Miguel en la puerta de su habitación, donde tiene unas cuantas docenas de fibra ya entrelazada.
Al transcurrir la conversación don Miguel se mantiene reacio a creer que la cabuya y sus trabajadores son importantes para el municipio. El tiempo lo ha hecho sacar la conclusión de que ahora su trabajo no tiene importancia. Se sorprendió enormemente cuando llegué hasta su casa y le conté que quería retratar con fotografía algo que para mí está en la identidad guarneña.

A la charla se suma Fabiola, su esposa hace 43 años, que también tiene mucho que contar de la cabuya, pero que al igual que Miguel ya no encuentra a quién dirigir sus palabras, pues nunca tuvieron hijos.
Para el exterior, la identidad del municipio de Guarne es la cabuya. Cuando esta economía estaba en furor fueron los guarneños los que llevaban el primer puesto en la carrera. Ya casi no quedan personas como Miguel Ángel y las que quedan como Vainor Orrego (El Colorado), Jorge Iván Ortiz (Chaparral) o Ramón Zapata (Bellavista) están perdiendo la esperanza de ver nuevamente su pueblo entrelazado.
De quién será pues la responsabilidad de revivir la tradición, o más bien de encontrar otra cosa que nos identifique.
