Leyendo: “La Pinera”, símbolo de violencia en Sonsón

“La Pinera”, símbolo de violencia en Sonsón

Laura Alejandra Bedoya Loaiza

Estudiante de Comunicación Social-UCO

 

“La Pinera”, el parque recreativo de un municipio llamado Sonsón, fue construido en el gobierno de Luz Amparo Patiño, alcaldesa en el periodo de 1998-2000, con el propósito de dar diversión a los habitantes. El parque contaba con cancha de tenis de campo y baloncesto, piscinas, sauna, turco, sendero ecológico y zonas de comida, además de ello amplias zonas boscosas, las cuales sirvieron de refugio para varios grupos armados. En el año 2002, exactamente el 13 de junio, se da la toma de “La Pinera” por parte del ejército, quienes iban en busca de 3 guerrilleros del frente 47 de las Farc. Hacía aproximadamente un mes que las autodefensas acampaban en el sitio, reclutando a jóvenes y haciendo todo tipo de fechorías a la comunidad. Ese jueves 13, fue uno de los días más violentos que recuerdan, los sonsoneños se levantaron y acostaron escuchando el “tas-tas-tas” de las armas, nadie se arriesgaba a salir de casa, el miedo era profundo, era un día tan tenebroso que la gente pensó que les había llegado su turno.

En este enfrentamiento, 18 jóvenes que apenas culminaban el bachillerato y otros que nunca tuvieron la oportunidad, fueron asesinados a sangre fría, paramilitares que se iban en busca de mejores condiciones. El joven Amado, fue uno de esos que aceptó irse con las autodefensas, por un sueldo de alrededor de 600.000 a 700.000 mil pesos; el adolescente, persiguiendo un mejor futuro para su madre, preocupado por no conseguir empleo, y viviendo en unas condiciones deplorables, decidió involucrarse al grupo, sin imaginar que allí era donde iba a morir. El ambiente de este acto no podía ser menos que doloroso, una mujer arrodillada rogaba perdón y compasión para su hijo, mientras los tiros sonaban en frente, uno a uno golpeando el pecho del ser humano que había engendrado.

“La Pinera”, se convierte en la frontera que separa la vida y la muerte, y el círculo que reúne el rigor y las víctimas. Los escombros que quedaron del atentado se mostraban manchados por la sangre roja y ardiente, y miles de agujeros de proyectiles, en los que no entraban ni los rayos del sol, huecos que no se podían tapar con nada, y aunque se pudiera, no tenía gran relevancia, tan solo por las fisuras marcadas en los corazones de los padres que seguían preguntándose “y ahora… ¿Quién pagará por la vida de los hijos de Sonsón?”

Los niños del pueblo, en medio de la inocencia y la curiosidad, plasmaron con colores vivos flores inmarchitables, representando a aquellos que seguían manteniendo la esperanza; palomas que ellos veían libres, tal como querían que se sintiera la gente, y así crearon una obra de arte en medio de techos caídos y columnas partidas. Las madres arruinadas tras la ausencia de sus familiares, también van a dibujar, dispuestas a no permitir que otra madre sufriera las consecuencias de una guerra que vio crecer a sus hijos y así mismo los mató.

Tiempo después “La Pinera” logra ser reconstruida, guardando un pasado oscuro en cada uno de sus ladrillos, sin embargo, con una nueva ilusión, la sede de la Universidad de Antioquia.

La vida en este tiempo fue más difícil de lo que nos podemos llegar a imaginar. Yo nací muy lejos de Sonsón, pero llegué a criarme en estas hermosas montañas, de donde soy pretenciosamente, y donde no estuve muy lejos de circunstancias que en un principio no entendía; me duele mucho no haber podido disfrutar de un viaje tranquilo en compañía de mi familia, recuerdo que siempre nos detenían los retenes de los soldados, que sacaban todo de nuestras maletas y ponían a mi papá con las manos arriba para requisarle su ropa como a un delincuente; en nosotros buscaban algo, como si tuviéramos una deuda pendiente, cuando los que verdaderamente la debían estaban en el monte, terminando de apoderarse de las tierras y la vida de los campesinos.

Los actos y las víctimas aumentaban doblemente. Secuestros, extorsiones, limpiezas sociales, desplazamientos, masacres, y asesinatos selectivos, era el principal miedo de la época. Los secuestros fueron significativos, porque muy pocos se salvaron de ellos. Recuerdo la anécdota de una pareja, trabajadores de la alcaldía municipal, que se llevaron por un día y medio hacia la vereda La Loma, sin importar que en casa hubieran quedado sus dos hijos menores de edad, solos y desamparados, cuestionándose por la ausencia de sus padres. Otras historias son un poco más dolorosas, como la de Jesús Otálvaro Hincapié, hombre del campo, dispuesto a darlo todo por su familia, harto de seguir pagando una guerra que él no había decidido comprar, razón por la que fue secuestrado exactamente 83 días, hasta devolverlo en estado delicado de salud.

Si nos ponemos a analizar quiénes son los únicos que pierden en el conflicto armado, recuerdo la frase de Jesús Abad Colorado, que en una de sus exposiciones a estudiantes de la UCO, dijo que “los únicos perdedores de la guerra son los campesinos”, esos que fueron echados de sus terruños y asesinados en las casas que ellos mismos habían construido.

En un territorio carente de memoria, donde intentan sanar el dolor con indemnizaciones económicas e ilusiones falsas a la gente, no se puede decir que la guerra ha terminado, aún nos falta mucho para ver que la paz se sienta a comer en nuestra mesa y se pasea por las mismas calles que los ciudadanos. Por eso, yo escribo para los que siguen pensando que el conflicto armado es cuestión del pasado, y a las víctimas quiero darles un mensaje de esperanza, no quiero que la historia se vuelva a repetir, y creo firmemente que escribir sobre estas historias nunca será demasiado y nunca dejará de ser importante. Por último, tengo la misión de rescatar la memoria y la dignidad de las personas; aclarar que la violencia no fue solo balas, desplazados y grupos armados, sino, sobre todo, injusticia, dolor y muerte.

 

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