Por: Jesús Gonzalo Martínez C.
Suele ocurrir en los campos de la cultura que cuando no se advierte la presencia de fuego, la realidad poco perceptible señala que las piedras han ardido o están en estado de vivaz incandescencia. Ello ha ocurrido en Rionegro con el sublime arte de la expresión poética, sendero sembrado de pétalos y tentaciones por el que transitaron corazones sensibles y mentes que vibraron con entusiasta aleteo encantadas frente a los oleajes de la belleza, la dulzura y los encantos de esta acorazonada meseta con todo lo abrigado por la bóveda celeste y celosamente custodiado por esa sucesión de montículos unidos en un abrazo siempre en explosión de afecto. Virtud y genialidad de imaginación y expresión fueron fuente de una prolífera cosecha de poetas que rondaron en el almácigo de mujeres naturalmente bellas, de gentes amables, corteses, de corazón abierto, manos generosas, inteligencia vivaz y pies movidos por un impulso emprendedor y andariego.
Así que en esta tierra el arte poético ha sido una expresión de la palabra, cultivado con particular esmero por generaciones de riongreros, que, con su exquisito estilo, se recrearon con sus cánticos, tomando, por momentos de la naturaleza y por momentos del comportamiento humano, las ninfas de sus inspiraciones profundas. Fue el Rionegro liberal y amante de la libertad, pueblerino por esencia y andariego por extraña virtud, y fueron su cultura y la riqueza de sus entornos naturales esa magistral fuente de su creación, la que, en las diversas formas de sus versos se ha constituido en evidencia de las diferentes vivencias y momentos históricos, muchos de estos con marcados manchones de gloria y también de una ingenuidad pueblerina extrema. En su momento fueron un cántico, lo fueron páginas de historia, y fueron los espejos en los que se miraron los tiempos, para que cada generación pudiera darse cuenta del traje con que se vestían en su virtud humana y las galas con las que había que vestirse en la tierra hidalga de próceres y costumbres refinadas.
La poesía fluyó en diferentes momentos y particulares circunstancias como la voz armoniosa con la que el poeta, enfundado en su ajuar de sombrero, delantal, guarniel y albarcas, con acento de cadencia y meticuloso detalle, dibujó cada uno de los suspiros que se escaparon de los elementos que adornaban la asimetría de la heroica ciudad, la que por su misma idiosincrasia se mantenía en competencia con su carácter pueblerino y el mágico escenario de la naturaleza del que se destacaban el rio que dejaba deslizar sus aguas en perezoso recorrido cruzando como puñal por el alma de los mágicos atributos en los que se apiñaban los sueños del hombre con las desprevenidas vivencias de naturaleza y fauna; y también se ofrecían a la imaginación del poeta las pequeñas cimas de perfecta confección en forma y decorados cual procesión de elefantes en interminables giros.
Esas creaciones tomaron el carácter selecto de cantos en los que el rio se hizo persona y los campos hablaron de sus atributos; y allí también tomaron forma ricas notas marciales, las que, una a una, dejaron escapar los encantos de esas calles oscuras y misteriosas cubiertas en la noche por velos impenetrables salpicados de cocuyos, pero también mágicas y llenas de colorido cuando sobre ellas se derramaban frondosos los rayos de sol y se ofrecían agitadas con los recuerdos de los galopes de los caballos troyanos de los Córdova, los García, los Salazar, los Morales, los Montoya, los Dávila, los Suárez Tobón, los Mejía, los Botero, y también del Corral, Caldas, Gutiérrez y los cientos de soldados que corrieron tras el ideal de la libertad; y las expresiones de asombro y sorpresa al contemplarlas en sus formas y en su estética con esas particulares condiciones de feas y torcidas, estrechas, discontinuas e inconclusas, siempre con los caprichos modelados al unísono de los mismos caprichos del hombre; calles con aleros, sin aleros, con aceras, sin aceras, con portones, ventanas y retrancas; calles llenas de encantos tras los que se escondían las malicias de los hombres, la ingenuidad en sus actuaciones y los recuerdos de las acciones que fueron el esfuerzo por forjar una gran ciudad dotada de la mejor cultura. Las calles que no cruzan los umbrales del olvido por el rictus que ellas vivieron y por el poder que en ellas yace de los recuerdos del arte, del oficio, de las costumbres, de los asuntos del comercio, del encuentro, de la fiesta, del jolgorio, del conflicto, de la sucesión de los tiempos y los relevos en memoria.
Esos escritores, con la agudeza de sus almas nobles, detuvieron el tiempo para que los hechos se erigieran como estatuas de sueños e ideales; su obra, sus obras, su refinada estética no se ha cansado de enaltecer esta ciudad provocando el que su nombre y prestigio glorioso se deslice como bandera, la que con sus pliegues extendidos sobre las corrientes de los vientos se pasea por los diferentes confines de la patria anunciando el honor y la gloria transmitidos en cada uno de sus cantos.
En el siglo XVIII se hallan los primeros referentes de personajes rionegreros que incursionaron en el campo de las letras y en forma particular en el género de la poesía; Francisco Ignacio Mejía y Vallejo, o, Tío Pacho, (1753-1819), aparece en los recuerdos como el primer rionegrero en incursionar en el arte poético, y lo fue el poeta de la picaresca, del hondo y sutil sentido de lo irónico. Y casi por los mismos tiempos, en la lejana Bogotá entre los estertores de la Colonia y el advenimiento de la República, el doctor José María Salazar Morales (1784-1827), el poeta del canto patriótico, y además del teatro y el periodismo, con lo que logró constituirse en una voz del ambiente del periodo de la independencia y la incubación del pensamiento nacionalista.
Hijo de un aguerrido militante de la guerra, comandante José María Botero y Villegas (1797-1876), lo fue D. Juan José Botero Ruiz, el singular Juancho de la vida pueblerina llevada al encumbrado pedestal de la palabra, y la palabra hecha arte y arte con el más pulido y refilado humor en creación, la que ni los mismos grandes arrumes de acumulación de los años han sido capaces de fragilizar en sus finas configuraciones, o desvirtuar en su exquisita narrativa.
Juancho, en cada uno de sus diálogos cantados, está ahí, como inmóvil roca que señala que muy a pesar de que hoy el pensamiento cruza raudo sobre las formas y sentidos de la vida y que dominante es la apariencia de la fugacidad de todo, se afirma en la idea de que la realidad apenas si cambia de percepciones, apariencias e interpretaciones, porque desde la profundidad del corazón del hombre nada se ha movido del “Quiero ser gato”, “Un buen penitente”, “La vejez”, “Mi última voluntad”, “Juana la contrabandista”, “Nosce te ipsum”, “Las yerbateras”, “Un duelo a taburete”, “La nigua”, “A un tamal”, “Jaque a Roque”, “A las ruinas del conejo blanco”, “La Pizingaña”, “Historia de un bagaje contada por el mismo”, “Dolencia y remedio”, “Una pregunta suelta”, “Qué mona”, “Percances de un conejo”,” Inocencias”, “Mañanas de verano”, “El último beso”, “El baúl de Eulalia”, “Cuatro juanes”, “El lavadero de Agua Clara”, “Carmen la leñadora”, “La caridad”, “A la memoria de mi hija Berenice”, “Las cosas viejas: mi silla”, “Quién fuera Salomón”, “A mi hija Tila”, “El correo”, “En mi cafetal”, “La morena del Tablón”, “Canto del Boga”, “Serenata”, “A media noche”, Al niño Jesús”, desde luego que también de su “Lejos del nido”; cantos estos que nos llevan a ese augusto y genial rionegrero cuando saltan como abejas que intentan impregnar de su dulce néctar a los amantes de una buena mesa y el gusto por la conversación sobre asuntos que penetran en el alma cual elixir embriagante en las ideas. Claro, la buena mesa en la que se siente el palpitar de nuestro genial poeta con su vocación comunicativa con gesto alegre, su amena manera de convertirlo todo en motivo de conversa y su actitud festiva siempre con oleajes de su repentismo en el verbo.
La buena mesa como esfuerzo para comprender la eterna presencia de aquel Juancho, el poeta de pura cepa pueblerina, el varón de fina estirpe en sus valores arropado por el capote de esta tierra, el hombre de la virtud contagiosa en su don de gentes y el encendido afecto y todo aprecio; el ingenioso maestro de la palabra con acento de principios liberales y dogmas religiosos como correspondía a sus tiempos. El maestro de la palabra hecha prosa con capiteles de sencillez y claridad; extendida prosa castiza, limpia, rica en giros idiomáticos y abundante léxico; prosa aquella de su pluma periodística bien seria en su estilo y diáfana en sus contenidos, la que fue ampliamente difundida en los periódicos locales que marcaron su época.
Suficientes son los motivos para volver sobre su recuerdo, bastaría con sus cantos para comprender que son sagrados; sagrados porque son testimonios de memoria, porque son los himnos con los que engalanó el encuentro y puso su dosis de entusiasmo al baile y a la fiesta, porque entregó sus letras para que Rionegro se sintiera infinitamente ilustre y pregonara sus aires de señorío.
Cómo no recordar al poeta jocoso, de gracia enteramente fina y una buena dosis de auténtica; al poeta alegre y entusiasta que marcó distancia con la actitud quejambrosa de los pesimistas, los fracasados y los perdedores; el poeta que con fidelidad supo dramatizar las conductas de los transeúntes en el camino de su existencia, supo pintar los paisajes de la vida, supo dibujar todo gesto humano y supo retratar todo cuanto correspondió a sus tiempos. Y simple y sencillamente con el arte de darle poder a la palabra.
En Juan José Botero comprendemos de mejor forma el primer poeta de esta tierra, Tío Pacho, porque si éste fue virtuoso en el juego con las palabras y el mejor uso del retruécano, en ello Juancho fue maestro.
Abrámosle una pequeña ventana en nuestro horizonte mental, en nuestro corazón sensible, en nuestro pensamiento, al Juancho jocoso y montañero, para volar tras el encuentro con aquel poeta de innata picaresca y del fino humor que logró hacer de su vida un poema recreando su ciclo vital sin incurrir en ello en dejes de sombrío, o de amargura: la “Infancia”, la “Vejez”, y el momento culminante en su vida “Última voluntad”, son la expresión de su conciencia plena de la existencia y de una voluntad por un existir en la plenitud de la flor que no se marchita, del color que inalterablemente deja contemplar sus matices en toda su belleza y los rayos de luz que no se cansan de alumbrar la alegría y el entusiasmo de los humanos en todo proyecto, todo ideal y todo camino.
Bibliotecólogo – Biblioteca Pública Baldomero Sanín Cano de Rionegro