Felipe Osorio Vergara
Esa noche, doña Alina de Hoyos no pegó el ojo. La angustia la carcomía. Añoraba el portonazo que anunciara la llegada de su hijo. Escuchaba el silbido del viento golpeando contra la teja de zinc y la respiración de sus otros tres hijos que dormían a su lado, pero la puerta no sonaba.
Once, doce, una de la mañana. El tiempo pasaba, la angustia, no. Tres ideas martillaban su mente: la inusual llamada del vecino a las 6 de la tarde diciendo que tenía que contarle algo en persona; la llamada a las 7 en punto de la noche de la profesora de su hijo preguntando por qué Dibier no había ido a estudiar; la frialdad de los amigos de éste, que luego de encontrárselos a las 7:05 de la noche en una de esas callejuelas destapadas del barrio El Progreso le soltaron, como un oráculo, las cuatro palabras que más le han dolido: “su hijo se mató”.
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Dibier Pitalúa había nacido en Nueva Colonia, un corregimiento de Turbo, perdido entre las plantaciones de banano tipo exportación. Cuando tenía 7 años, su madre, Alina de Hoyos, se separó de su padre y se trasladó hacia Rionegro con sus hijos.
Doña Alina levantó a sus hijos sola, como ella misma dice, porque de su exesposo solo recibe la cuota de alimentos. Por eso, Dibier, como hijo mayor, tuvo que afrontar el papel de ser el hombre de la casa y ayudar a su madre con el cuidado de sus hermanos y tan pronto pudo, colaborarle económicamente.
Hace dos años, los Pitalúa de Hoyos se trasladaron a El Carmen de Viboral, y para enero de 2019 Dibier ingresó a una escuela nocturna en el pueblo a iniciar su bachillerato. Estudiaba de 6 a 10 de la noche, porque en la mañana madrugaba a las 6 a trabajar en una construcción cercana al cementerio de El Carmen. Con el dinero que ganaba semanalmente le ayudaba a su madre con los gastos de la casa, pero a finales de marzo no lo hizo.
– Ma, esta semana no le puedo pasar plata para los servicios.
– ¿Por qué no?
– Es que voy a recoger para comprarme una bicicleta. Imagínese que me la dejan en 100 mil pesos. Está barata, entonces toca aprovechar.
– ¡Qué bien, hijo! Eso le sirve para ir a trabajar, usted que madruga tanto.
Dibier compró una bicicleta para practicar Gravity Bike.
El Gravity Bike nació hace más de 30 años en las colinas costeras de California, en Estados Unidos, y consiste en descender o “descolgar” las lomas solo con la fuerza de gravedad. Estas bicicletas son modificadas para que pesen más y así la gravedad haga el resto del trabajo. Les fijan discos de gimnasio en el marco que ajustan con tornillos, les echan mezcla o cemento a las barras. Incluso le instalan tapas de plomo a los rines para que la bicicleta pese más.
En Medellín esta práctica comenzó en los años 90, con el antecedente de que descolgar por las faldas que rodean el valle de Aburrá ya se hacía desde mucho antes con carros de rodillos. De hecho, entre 2007 y 2011 se realizaron competencias de Gravity enmarcadas dentro del Clásico El Colombiano y en las que se exigían todas las medidas de seguridad, que de acuerdo a la Asociación International de Deportes de Gravedad (IGSA por sus siglas en inglés), incluye casco, guantes, coderas, rodilleras y frenos en perfectas condiciones.
“En La Ceja, el Gravity Bike empezó hace unos cinco años”, afirma Jorge Luis Ocampo, subcomandante de la secretaría de movilidad de esta localidad del Altiplano del Oriente y que por 29 años ha sido agente de tránsito. Como medida para contrarrestar los accidentes ocasionados por esta práctica, el alcalde de La Ceja del Tambo sancionó el Decreto 051 del 16 de abril de 2018, en donde se prohíbe tanto la práctica como la circulación de estas bicicletas modificadas dentro del municipio. Por ejemplo, de acuerdo a la Secretaría de Tránsito de La Ceja, desde 2017 se han presentado 31 accidentes originados por el Gravity Bike.
“En La Ceja hemos decidido cambiarle el nombre al Gravity porque para nosotros el Gravity es un deporte, pero esta práctica de los jóvenes no es un deporte. En su lugar, lo estamos llamando descuelgue suicida”, sostiene Rubén Darío Valencia, secretario de movilidad de La Ceja.
Según el intendente de la Policía de carreteras de La Ceja del Tambo, Luis Agustín Bonilla Gutiérrez, desde diciembre de 2018 se han hecho alrededor de 20 sanciones a los gravitosos (como se hacen llamar los que practican Gravity Bike), entre ellas comparendos A11 (cuando los jóvenes transitan o descuelgan por zonas restringidas o por vías de alta velocidad como autopistas) y A2 (sujetarse de un vehículo en movimiento) ambas con un valor de $110.412 pesos. Igualmente, “así el joven lleve una bicicleta de Gravity en la mano se puede inmovilizar porque el decreto prohíbe estas bicicletas”, añade Bonilla.
En La Ceja se han realizado campañas en las instituciones educativas para concientizar sobre el riesgo del Gravity Bike, sin embargo, en ocasiones “los jóvenes son apáticos, especialmente aquellos que provienen de ambientes vulnerables” agrega Valencia. Además, otra problemática que afronta este municipio es que, mayoritariamente, quienes descuelgan no son cejeños, sino de otras localidades cercanas, como El Carmen, El Retiro, La Unión, e incluso de Medellín.
A raíz del decreto y a recientes controles policiales, en los talleres cejeños ya no se hacen modificaciones a las bicicletas y mucho menos se venden ya modificadas, por lo que los gravitosos van a municipios vecinos o recurren a mecánicos clandestinos.
Una bicicleta para Gravity completamente terminada, pesa 30 o 40 kilos, y su costo oscila entre los 400 y los 700 mil pesos. Dibier se consideraba un afortunado, o al menos así se lo manifestó a su madre, porque iba a conseguir una bicicleta de estas por 100 mil pesos.
La bicicleta de Dibier no era ajena a estas modificaciones. Solo tenía frenos delanteros. Pesaba más adelante que atrás. No tenía cambios y poseía un manubrio plano, bajo y acostado, para ser más aerodinámico.
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El miércoles 24 de abril Alina de Hoyos, como de costumbre, se levantó a las 4 de la mañana. Revisó la cama de su primogénito y lo vio acostado y arropado bajo las cobijas. Salió de su casa a las 5. La niebla y el frío de la madrugada carmelitana fue su única compañera mientras caminaba de su casa, un segundo piso del barrio El Progreso, hasta el parque principal de El Carmen de Viboral, en donde la esperaba a las 5:20 el bus del cultivo de flores en donde ha laborado desde hace unos meses.
Dibier había dejado el trabajo hacía 15 días, por lo que ya no madrugaba. En su lugar, ocupaba sus tardes en el descuelgue por la autopista Medellín – Bogotá, y por la vía La Unión – La Ceja, pero directamente no le contaba a su madre qué hacía. Cuando ella lo llamaba todas las tardes, él le decía que estaba montando bicicleta, y en principio su madre no vio problema alguno, pues desconocía del Gravity; los problemas comenzarían después.
Llegó un momento en el que Dibier ya no solo descolgaba en las tardes, sino que al salir de la nocturna a las 10 de la noche, se iba con sus amigos a La Unión y llegaba a su casa en la madrugada. Doña Alina empezó a sospechar las andanzas de su hijo cuando vio videos que él subió a Facebook en donde se enganchaba de los buses; pero así ella le pidiera que no hiciera eso, le era imposible estar al tanto porque trabajaba de 6 am a 4 pm.
Las dos hermanas de Dibier se fueron para el colegio y él se quedó con su hermano Luigui. A la una de la tarde, Dibier salió sin dar explicaciones a su hermano. Tomó su bicicleta y se encaminó por la carretera destapada que conduce a la carrera 31, vía principal de El Carmen. Llegando a la torre de energía que separa el camino destapado del asfaltado, se encontró con el dueño de la casa y le pidió prestado un alicate para llevárselo y tensionar los frenos. También le pidió el favor que le entregara su celular al hermano para que jugara; hecho que posteriormente causó extrañeza en su madre porque él nunca soltaba ni prestaba su celular, y siempre se iba a montar bicicleta con él para poder grabar y tomarse fotos.
Dibier se encontró con sus amigos y se dirigieron hacia el Alto de La Unión, en donde descolgarían.
Del Alto de La Unión, a 2.500 metros de altura, hasta la parte plana donde se abre el valle de La Ceja hay alrededor de 7 kilómetros muy curveados, con una pendiente promedio de 5 % y un desnivel de 300 metros. Usualmente, los jóvenes no necesitan muchos pedalazos para ascender, porque gracias a cabuyas y ganchos que ellos mismos hacen, logran pegarse de buses y camiones que transitan por allí. Dibier había descolgado por esa vía casi todos los días desde principios de abril. La conocía bien. Es más, ese miércoles 24, entre risas, enganchadas a buses y la niebla del Alto ya había descolgado un par de veces con sus amigos. Pero él insistía en que quería lanzarse una vez más, sentir la adrenalina una vez más, sentir el viento una vez más, sentir como si volara una vez más…

En ese momento, en que comienza el descenso, el corazón late a mil, el viento helado y húmedo de montaña entumece el rostro y las manos que sostienen con firmeza el manubrio; es como volar, como sentirse libre. Descolgar es como un narcótico que por unos minutos desvanece los problemas y los convierte en un éxtasis, el éxtasis de la adrenalina. “Cuando uno descuelga uno no piensa en nada, y si tiene problemas se le olvidan”, afirma Sergio Maldonado, un cejeño de 17 años que desde que tenía 15 descolgaba pero que después de los recientes accidentes protagonizados por gravitosos, dejó de practicarlo.
Dibier serpenteaba por esas curvas que ya conocía, esquivaba camiones, buses de Sonsón y motos con personas enchaquetadas. El frío al bajar es tenaz, los 15°C del ambiente pueden generar con facilidad una sensación térmica de 11 o 12° al sumarse el viento y la niebla. Él vestía un buzo gris oscuro y una sudadera también gris. Estefanía Montoya, su parrillera, iba con otro buzo color azul y una sudadera. Pero para los usuarios de la carretera estos colores no significaban nada.
20, 60, 100 kilómetros por hora, bicicletas hechizas como la de Dibier, al descender, pueden desarrollar velocidades superiores a los 120 Km/h lo que ocasiona reducción en el campo visual. A modo de ejemplo, a 100 km/h el ángulo de visión periférica baja hasta los 42°, dificultando la detección de elementos cercanos o en el carril contrario, especialmente en las curvas.
En el kilómetro 3 de la vía, de acuerdo al reporte de los bomberos de La Ceja, una seguidilla de curvas y contracurvas lo hizo perder el control de la bicicleta, y en una curva hacia la derecha invadió el carril de ascenso. Vio venir un camión blanco con rojo que transportaba adobe y colisionó con él. El freno de la bicicleta se rompió. Murió instantáneamente. Tenía exactamente 16 años y un mes.
Según el reporte de los bomberos, luego del accidente acudieron al sitio una ambulancia, una unidad de rescate con cinco tripulantes, la Policía de Tránsito y Transporte y Devimed, concesionario de la vía.
Estefanía fue trasladada a la Clínica San Juan de Dios de La Ceja. Su movilidad en miembros inferiores quedó comprometida tras el accidente. A Dibier, por su parte, se le hizo el levantamiento en el sitio y fue trasladado a la morgue de La Ceja.

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Doña Alina se negaba a la idea de que su hijo fuera el del accidente. Pensaba que como tantos jóvenes practican Gravity, tal vez el del siniestro era otro, tal vez todo era un malentendido, tal vez no sería necesario ir a reconocer ningún cuerpo a las 8 de la mañana, tal vez la puerta se abriría… En medio de su angustia tomó su celular y revisó Whatsapp, como esperando algún mensaje que diera el paradero de su hijo. Le llamó la atención el estado que había montado su hermano. Lo vio. Era la fotografía del cuerpo de un joven de buzo y sudadera gris que yacía sobre su bicicleta frente a un camión blanco con rojo. Ahí terminó su angustia, al menos ya sabía dónde estaba su hijo.
El jueves a las 8 en punto, con la puntualidad de quien ya sabe lo que le espera, llegó a la morgue de La Ceja. Entró con pasos pesados y lo reconoció. Se negó a llevarse las pertenencias de su hijo, una clara muestra del duelo que enfrentaba y de la búsqueda de borrar todo lo que se relacionara con el accidente. Con los ojos encharcados llenó el papeleo necesario para el traslado de Dibier a la Funeraria Oriental de El Carmen, en donde le harían los preparativos para la misa el viernes a las cuatro de la tarde.
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“A los niños que practican Gravity me gustaría decirles que valoren sus vidas, ellos tienen muchos sueños por cumplir. Ahora hay muchas formas de ayuda para estudio y hay muchos deportes menos peligrosos”. Alina de Hoyos.