Leyendo: La sobre romantización del oficio “artesanal”

La sobre romantización del oficio “artesanal”

Por: Débora Hernández
E-mail: deb.hernandez@hotmail.com

Cuando decimos El Carmen de Viboral, decimos: cerámica. Y sí, claro, es así, pero… ¿También nombramos lo que hay detrás de ese hacer y vender cerámica? No lo sé. A riesgo de molestar a mis congéneres, decidí escribir este artículo.

En todo oficio hay esas cosas que llamamos positivas y negativas. Más allá de hablar desde eso, tan blanco y negro, quiero hablar desde una cosa que en el mundo digital se dice, ente chiste y lágrima: lo que callan los ceramistas. Antes de que me ataquen: no, no soy ceramista, pero he hecho cerámica, he estudiado, he ido a talleres por años, tengo amigas ceramistas, he escuchado y he experimentado lo que se siente que una pieza, a la que le diste, sobre todas las cosas tiempo, se raje, o que ocurra algo tan terrorífico como que un lote entero se eche a perder y sea necesario recurrir al bizcocho –muchas veces de mala calidad– de una fábrica cuyo nombre está debajo de la gran mayoría de vajillas “comerciales” que conocemos y usamos en el país.

Vivir en El Carmen es saber que hay una tradición, no tan antigua como tal vez se cree, pero una tradición ceramista, al fin y al cabo. Aquí es donde empieza el problema; eso de llamarlo tradición ceramista no me convence mucho. Si bien tenemos el torno de tarraja y tierras arcillosas en el territorio, la realidad es que la mayoría de los que deciden aventurarse a esta hermosa –y a la vez dolorosa– labor, no obtienen su pasta (barro con componentes que le permiten plasticidad) en la región: se deben a empresas que han monopolizado, tanto la industria, como terrenos de donde se extraen minerales como el caolín. O, los que hacen a pequeña escala y todavía trabajan sus piezas de pe a pa, a Cota, Cundinamarca. Son pocas las personas que saben formular lo que se necesita para que se puedan pintar esas piezas coloridas y floridas que conocemos.

Es importante comentar que hay quienes tienen todo el conocimiento para trabajar con lo regional, pero no están interesados en compartir esos conocimientos para lograr un beneficio común, colectivo, porque, la generalidad de este mundo ceramista es que, a las vacas sagradas, no les interesa enseñar. Este gremio ceramista, visto desde afuera, no se entera de que hay una lucha de egos, peligrosa e innecesaria.

Lo siento, pero se tiene que decir: no creo que se pueda decir que El Carmen es tierra de ceramistas, ni es tierra cerámica. Lo más acertado sería afirmar: es tierra de decoradoras y decoradores. El mayor mérito que tienen las fábricas de loza carmelitana está en las y los decoradores. Una tradición que tiene todo que agradecerle a mujeres que, desde su sensibilidad –y algo de rebeldía– , su relación con la naturaleza, su cotidianidad, su oficio y sobre todo: su deseo de salir adelante, bien sea o haya sido para el sostén de su familia y de sí mismas, desarrollaron lo que acá llamamos pintas. Eso es un gran mérito, no cabe discusión.

Los turistas vienen y buscan los locales, elogian, se toman fotos, se llevan su loza y hablan del arte, de lo artesanal, del trabajo manual, etc, etc, etc. 

El meollo: ¿es artesanal aquello que se sistematiza? ¿aquello que se hace en masa? ¿aquello que se reproduce una y otra vez? Me temo que estas son preguntas que no estoy segura de poder responder, pero que son necesarias. Podría agregar, a esta denominación que le doy a la tradición carmelitana –tierra de decoradoras y decoradores–, algo como: “tierra de artistas”. Si bien, una vajilla, un pebetero, un florero, son objetos utilitarios, llevan en sí una expresión artística, aprendida y heredada. Filósofos del arte han dicho y siguen diciendo que eso no es arte, por su cualidad –o defecto– de tener uso. Sin embargo, esa línea, entre lo que es arte y lo que no, es tan delgada, que a nadie debería importarle.

Entonces: ¿qué pasa cuando una fábrica ha monopolizado la pasta blanca que se necesita para poder pintarla? ¿qué pasa cuando se vende una vajilla que sólo fue pintada y esmaltada en El Carmen, pero no fue hecha desde cero en el municipio? ¿qué pasa cuando el sueldo de los tan aclamados artesanos es una miseria, todavía? ¿qué pasa con los moldes de yeso? ¿qué pasará cuando ya no se use el torno de tarraja? Supongo que de aquí viene la necesidad de que existan aquellos que considero verdaderos artesanos, los que HACEN cerámica, los que se dedican a moldear la pieza a punta de pellizco, los que tienen grandes pérdidas en una quema y tienen que hacer rifas para poder seguir trabajando, los que tienen que reciclar y reciclar pasta porque no hay dinero, porque “la cerámica de El Carmen es la que tiene flores”.

Sobre romantizamos los oficios. Tanto, que hemos olvidado que las personas no quieren aprenderlos o enseñarlos. Hemos olvidado que no hay suficientes personas que sepan esto o lo otro para que los oficios no se pierdan en el tiempo. Hemos sobre romantizado la cerámica de El Carmen. Hacer cerámica no es sólo pintar o saber montar todo en el horno, es entender de temperaturas, de química, de posibilidades ¿Hay suficientes personas que quieran y sepan cómo transmitir el conocimiento?

Los fines de semana se llena el pueblo de gente que viene a ver las piezas de ciertas fábricas “famosas”, pero, me pregunto si se les habla del trabajo de Don Leo, quien hace una cerámica completamente diferente a la “carmelitana”, que diseña piezas diferentes, piezas que no buscan lo que se cree que es perfecto, que es maestro en el torno alfarero. Si vas a su taller, un espacio pequeño que comparte con otro ceramista, Don Bernardo, un lugar poco aesthetic, sin letrero y abierto todos los días, lo verás pegando orejas, lo verás vendiendo a un precio que no es acorde, menor al de otras piezas sistematizadas e industrializadas. Me pregunto si conocerán a Alcaller, una pequeña marca de bisutería que se dedica a hacer experimentos todo el tiempo para lograr piezas increíblemente delicadas, en color y diseño. Si aparece el nombre de Cristina Puerta, una mujer que hace cerámica desde niña, aunque no sea carmelitana ama la cerámica y trabaja con torno de alfarero. Además, hace el esfuerzo de reciclar pasta y estudiar el mundo de los esmaltes. Si se nombra a Grietas Taller, el trabajo de una chica muy sensible que tiene una búsqueda plástica dentro de lo utilitario. A todos los y las ceramistas que no puedo mencionar aquí, que no conozco, pero espero conocer.

¿Por qué me parece importante hablar de esto? Porque estoy inconforme con ver lo que se publica, con la imagen que se lleva la gente que sale del pueblo con su vajilla en el carro. Sí, hay belleza en lo que se encuentra acá, pero también es necesario decirlo, es necesario decir que hay fábricas prósperas que quieren pagarle un mínimo a un vendedor que trabaje de domingo a domingo, que el que pule también es vendedor, barrendero y mandadero, que se pierden insumos, que se pierde lo artesanal en el camino, que la cara de la dichosa cerámica carmelitana se pierde en el turismo y no abordamos preguntas serias como alguna vez nos hizo una profesora en un taller: ¿qué pasaría si tal fábrica no nos vende más pasta? ¿si cerraran? ¿o si ya no les diera la gana de hacer lo que necesitamos?

Hay que volver al verdadero sentido del oficio. Ese que del todo no comprendo e intento comprender para poder escribir, pensar y comunicar esto. Hay que pensar en producir menos y hacer piezas de mayor calidad y durabilidad, en no desperdiciar tantos recursos naturales, en hablar de la cara no amable de la “vida del artesano”. Se rompen cosas, se pierde plata, las ventas bajan, las cosas se quedan, nos aburrimos de hacer y de ver lo mismo. Hay que pensar en el oficio artesanal, hay que hablar sobre el oficio artesanal para que, desde la palabra, no se pierdan las preguntas, las frustraciones, las necesidades, eso que nos permite transformar.

Para valorar el oficio artesanal es necesario nombrarlo, pero no sólo desde sus partes “bonitas”. Es claro que no tendría sentido esperar que las fábricas de cerámica vuelvan a los procesos 100% manuales porque las haría insostenibles; sistematizar los procesos genera trabajo, genera ingresos, nos posiciona en otros lugares del mundo. Pero, se tiene que nombrar lo artesanal y diferenciarlo de aquello que no lo es o no lo es en su totalidad; aquello que, tal vez, ha perdido su alma. No lo sé.

Ahora, romantizar todo esto nos permite elogiar algo que es importante. Sí, un reconocimiento nacional e internacional. Sí, hay una ardua labor, un patrimonio, todo eso, sí. Pero, romantizar también nos ciega a las condiciones laborales de los trabajadores, de los dolores de espalda, de las manos doliendo a cada rato, de las piezas hechas en masa, de la competitividad, souvenires para el regreso a casa, para olvidar bajo el polvo. Romantizar nos ciega a las posibilidades infinitas –me atrevo a decir– de la cerámica.

Es necesario terminar este –largo– comentario diciendo: en El Carmen de Viboral no sólo se hace vajilla de flores de colores. Lo que sucede acá no es sólo eso que vemos a la entrada del pueblo, no es todo color vibrante. Como las piezas “imperfectas”, así también es la vida del ceramista, de la decoradora, del pulidor, del que carga el horno. La imperfección que el turista no comprende es esa que carga el sentido del oficio artesanal: hacer desde nuestra propia imperfección, explorando, “equivocándonos”, doliendo, dejando ir. Debemos re-humanizar el oficio y la labor ceramista al nombrar los momentos que no son siempre color de rosa.

Así qué: ¿Qué tal si romantizamos un poco menos? ¿si conversamos sobre las necesidades? ¿si nombramos lo otro que también co-existe en el territorio? ¿lo que puede ser y no sólo lo que es? ¿si abrimos los ojos otro poquito?

*Las opiniones expresadas en esta columna de opinión son de exclusiva responsabilidad de
su autor y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de La Prensa Oriente.

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