Por: Erney Montoya Gallego
La planeación territorial y la participación social son dos de las hijas más queridas de la descentralización. Su nacimiento, a comienzos de los años noventa, fue legitimado por la Constitución de 1991. Así es, la misma Carta Política que legalizó varios cambios en lo político, como pasar de un modelo centralista a uno descentralizado y pasar de un sistema democrático basado en la representación a uno fundamentado en la democracia participativa, fue el “misal” con el que se bautizó en aquel momento a estas recién nacidas.
En Colombia se pasó de un enfoque de planeación tradicional, normativa y sectorizada a una planeación territorial que le deja la responsabilidad de la construcción del futuro a los municipios y a su Sociedad civil. Desde luego, normativas posteriores han buscado redireccionar la descentralización a partir de mecanismos de integración territorial; la ley orgánica de ordenamiento territorial y sus esquemas de asociatividad son un ejemplo de esto.
Volviendo con la descentralización y la Constitución, estas posibilitaron, entonces, que cada pueblo y su respectiva sociedad civil pudieran pensar el hoy y el mañana de sus territorios desde los espacios de vida más cercanos: el municipio como unidad básica de planificación. La planeación territorial fue anunciada como la herramienta que, al juntarse con la apertura de espacios de participación y democracia debía ayudar, se supone, a revertir, desde la autogestión territorial, los efectos perversos de un siglo marcado por un precario Estado centralista.
Sin embargo, en este mismo contexto, el sector privado de la economía presentó en sociedad a su propia hija: la planeación estratégica. Un tipo de planeación nacida en el seno de la empresa privada. Fue una herramienta que impulsó la introducción de las alianzas público-privadas en los proyectos de planeación local y territorial. La pregunta es: ¿Tendrá algo que ver la asunción del mercado en su función de regulador de las actuaciones de los agentes del sector privado?
Aunque muchas investigaciones se han dedicado a develar esta relación, este artículo no busca ofrecer una respuesta a esa pregunta, sino invitar a la reflexión con respecto a los hechos que han marcado y siguen marcando los proyectos y estrategias de planeación territorial que se han dado y se están proyectando en nuestra subregión, y llamar la atención sobre la naturaleza de una planeación territorial que debe convocar y propiciar la participación real y efectiva de todos los sujetos y actores del desarrollo.
Si miramos hacia atrás, varios proyectos y planes de carácter subregional que se construyeron en el Oriente Antioqueño en los años ochenta y noventa tuvieron un claro espíritu endógeno y metodologías participativas que lograron convocar a los actores clave del territorio. En el comienzo del nuevo siglo también se promovieron procesos amplios y territorializados. Sin embargo, la incidencia y trascendencia de estos procesos en la construcción de territorio no ha sido igual a la que han tenido los proyectos y planes de origen privado y exógenos al territorio.
Entonces, a pesar de las posibilidades de participación creadas a finales del siglo XX y comienzos del XXI, la planeación no se tradujo necesariamente en una herramienta trascendental y de incidencia ciudadana en los temas de fondo del desarrollo territorial. Esta situación ha llevado a que, en el contexto del Estado descentralizado y alianzas público-privadas, la planeación haya recibido muchas críticas desde sectores sociales y académicos. Las principales críticas cuestionan la recurrencia de planes miopes por falta de diagnósticos bien elaborados, planes distorsionados por culpa del clientelismo del sector político, planes mal implementados o ejecutados a medias por falta de recursos presupuestales, la reducida estabilidad que brindan los planes a mediano o corto plazo y la dependencia con respecto a organismos y entidades exógenas al territorio.
En cuanto a los cuestionamientos con respecto a la participación, me apoyo en las investigaciones de Velásquez y González, quienes recogen las siguientes críticas: el desánimo que provocan la cantidad de normas que reglamentan la participación, la dispersión y desarticulación de ese marco normativo, el clientelismo de los gobernantes que contamina a los ciudadanos, la violencia que manipula la participación en favor de intereses perversos. Se puede agregar la falta de confianza de la gente en la planeación por el incumplimiento de los planes o el hecho de sentirse utilizados.
Pareciera que a algunos agentes del desarrollo les interesara hacer ver a la planeación y a la participación como mecanismos que han fracasado. Pero lo que se ve es que la participación ha sido instrumentalizada como forma de legitimar la lógica del crecimiento sostenido y como mecanismo para resolver la crisis económica; agentes que hablan de dientes para afuera de las bondades de la participación, pero que la reducen a su mínima expresión. Lamentablemente, la participación se ha convertido en un “lema publicitario políticamente atractivo”, como lo escribió Rahnema a finales de los años noventa.
En esto han convertido la planeación en el contexto de la descentralización del Estado, que aparentemente otorgaba nuevas posibilidades de participación a la población, pero que se convirtió en una golosina para desviar la atención que ha generado la pérdida de credibilidad del Estado.
A esto se suma que la planeación desde el sector de la economía privada va a otro ritmo, desde otra lógica y tras intereses diferentes o reductivos frente a los que busca el ámbito de la política social. Por eso fracasa la planeación territorial, porque sus orígenes y su funcionamiento van en dos lógicas diferentes. Una, la planeación estratégica, que opera desde la racionalidad técnica; la otra, la planeación sociopolítica, “que se basa en la negociación, el compromiso, el acuerdo entre fuerzas con poder”, como afirma Alejo Vargas.
Tras leer entre las líneas de tantos documentos críticos, se infiere que hoy, en el contexto de la descentralización, difícilmente se puede prescindir de la planeación y de la participación. Se requiere de ambos mecanismos como medios para lograr construir el futuro deseado o, al menos, cercano a las aspiraciones de la población, de todos. Se deduce, entonces, la inevitabilidad de la planeación y de la participación o, si se prefiere, de la planeación participativa. “Se trata de encontrar mecanismos que acerquen el futuro -sinónimo de la planeación- al presente en el cual se mueven las sociedades reales”, según agrega Alejo Vargas, quien propone que “la planeación debe transformarse en una dinámica de conducción de los procesos sociales”.
Ante este panorama, algunos actores del desarrollo -especialmente las universidades y los centros de investigación- deben embarcarse en la búsqueda de formas novedosas de articulación entre las racionalidades estatal, sociopolítica y privada, para una planeación territorial endógena.
Docente universitario