Especiales La Prensa Oriente

De los últimos arrieros del Oriente

Tú que encendiste el sol encima de mis mulas

y me diste un carriel y unas cotizas y un rústico “yesquero”

y un arriador trenzado de paisajes

y un pan honrado y un amor sincero.

Jorge Robledo Ortiz, poeta antioqueño, en La oración del arriero.

A veces reza para que no llueva. Para que sus animales no sufran. Pide compasión: por ellas y por él. Después de haber cruzado la misma montaña en más de tres o cuatro ocasiones, de ir y venir y de volver, regresa a su casa. Muchas veces lo hace solo. Otras con su hijo o muy de vez en cuando con su sobrino. Saluda a su esposa. Se toma una tazada de aguapanela y agradece. Le agradece a ella por el trago y a su Dios porque pudo, por fin, terminar su día.

Él reza una que otra vez para que sus mulas no sufran en invierno y para que en verano no caigan tendidas de sed. “Si ellas sufren, yo también sufro”, explica Alexander Henao Gutiérrez, uno de los pocos arrieros que pueden verse y que quedan en Abejorral, municipio del Oriente antioqueño.

Ya no hay tantas carreteras ni montañas por abrir, pero si algunos caminos que aún se pueden y se deben surcar a lomo de mula o caminando. Son muy pocos, sí, pero de eso vive Alexander. Él no es de Abejorral y mucho menos ha sido arriero por tradición, simplemente determinados momentos de su vida lo llevaron a ese pueblo mayoritariamente campesino.

“Soy de Nariño, otro pueblo también del Oriente. Más debajo de Sonsón. Allá trabajaba la madera. Yo sé trabajar madera, pero la cosa se puso difícil, porque empezaron a cuidar más los árboles nativos y se acabó el trabajo, pero yo aún sé trabajar la madera”, cuenta.

Tú que cuidas mis hijos y mis viejos

y mi ranchito lleno de goces franciscanos,

 Tú que me diste un tiple que canta como el agua labrantía

que baja de lavarle a Dios las manos.

Hace un poco más de diez años llegó a Abejorral. Tenía cuarenta cuando pisó por primera vez esa tierra. Al no encontrar muchas opciones para sostener a su esposa y sus cinco hijos, lo primero que hizo, con algunos ahorros que tenía, fue comprar un par de mulas. Y así empezó. Sabía hacer nudos, apretar la carga y nivelar el peso. No sabía herrar y aprendió. Él sentía por ellas y nunca les montó al lomo más de lo que pudieran llevar.

Y así empezó. Ahora tiene diez de ellas: La Pava, Tijera, Palomo. No todas tienen nombre y ni él sabe por qué no las bautizó. “Bobo que es uno”, dice en medio de la risa. Y aunque reza seguido por sus mulas, no ha sido suficiente para evitar las tragedias, el dolor y la pena.

“Hace unos meses se me murió una mulita. Tenía once. Ya tengo diez: cuatro machos y seis hembras. Íbamos por un camino muy bravo y ellas llevaban material de construcción encima. Uno de los animalitos se estaba quedando sin fuerza y sin querer empujó a la que iba adelante y la desestabilizó. Eso hizo que se fuera por el barranco”, narra.

Alexander, con su voz bajita y piadosa, dice que la mula no quiso empujar a la otra porque las mulas nunca buscan hacerle daño a nadie. Las hay resabiadas, más “mansitas” y otras que “Dios me lleve, Dios me traiga”, pero ninguna busca lastimar. Al contrario, llegan a donde pocos lo hacen y “tienen más juicio que un cristiano”, como dicen algunos por ahí.

Señor: haz que donde yo vaya

no llore un niño ni haya un padre ausente,

con esa ausencia amarga, con esa ausencia roja

que arruga los claveles a la altura del pecho y de la frente.

Y es que estos animales históricamente han recorrido selvas, han conquistado montañas y atravesados ríos, pero no han hecho daño. Conectaron pueblos, forjaron las economías de algunos de ellos y generaron identidad en las comunidades, pero no han dañado a nadie. “Son nobles. Son humildes. Son agradecidas”, relata.

Cuando Alexander habla de sus “bestias”, no les quita la mirada de encima. Las tiene amarradas a borde de carretera. Ya descargadas todas, después de un día pesado de bajar madera por un camino que demoraba una hora en recorrer. “Hice cuatro viajes hoy”, explica. “Ahí donde las ve, deben estar cansadas. En el último viaje algunas botaron su herradura y se hicieron más lentas”.

La tarde está cayendo y llega la sensación de que el día termina. Las mira con cierta ternura y con afán de salir a darles agua del río, melaza, zanahoria y salvado. Las mira y tiene la intención de ir a tocarlas. “Este animal es muy lindo. Las veo y quisiera que no sufrieran tanto, por eso intento cuidarlas bien, es poco lo que puedo hacer por ellas, para lo mucho que hacen por mí”.

Alexander no anda con carriel, ni guarda naipes ni tabaco ni amuletos en él porque no lo necesita. Quizás le estorba. Lo que sí, es que nunca deja en casa su poncho, que por más manchado que esté, le acompaña desde las cinco de la mañana que sale a buscar las “bestias”. Tampoco olvida su machete y sus botas de caucho, esas herramientas que le ayudan a seguir abriendo uno que otro camino y a cruzar ríos sin temor de mojarse los pies.

 

Que si hay niños sin pan y sin juguetes,

 tengan, al menos, una ración de tu cielo;

que no zurza responsos la abuelita ni fume más ausencias el abuelo.

Sus días no son rutinarios. “A veces me llaman de acá. Otras veces de allá para trabajar con las mulas. Hoy puede ser madera. Mañana podrá ser material de construcción. Y así se me van yendo los días con mis mulas”, detalla. Su hijo Yorman, de 19 años es a quien más le gusta ayudarlo. Sabe herrar, montar y descargar. No sufre tanto como él por las mulas, pero está aprendiendo. Lo primero era rezar por ella y a veces rezan juntos.

La madera con la que trabajó en Nariño y las mulas con las que trabaja en Abejorral, le han permitido darles estudio a sus hijos. “Lo que he conseguido con la madera y mis mulas ha sido para mi familia”. Y aunque la tradición arriera no es tan común actualmente, él sigue levantándose a diario, conociendo caminos diferentes y llevando a los suyos a cuestas.

Dice saber de otro arriero en Abejorral. No se sabe su nombre, pero cuando se topan en medio de los caminos de herradura, se saludan, halagan sus mulas y continúan con su trayecto. Siempre lo ve acompañado porque anda con sus doce “bestias” para donde lo llamen. Alexander, en cambio, a veces trabaja solo: “cuando tengo siete o seis mulas, salgo yo solo a trabajar, pero cuando son más, no me gusta descuidarlas tanto, entonces le digo a Yorman o a mi sobrino que me acompañen”.

Y verás que los hombres vuelven a ser felices

y que en los campos tornan a florecer las eras

y un vendaje de olvidos, perdones y raíces,

le curará a la patria sus cruces de madera

Hace algunos años, era común notar la presencia de arrieros en carretera transportando desde mercados hasta niños en sus lomos. El sonido de sus pisadas, los gritos del mismo arriero, la cercanía y confianza entre la mula y quien la arriaba eran escenas que formaban parte de los recuerdos de familias que tenían que caminar horas y horas, por carretera desatapada, para llegar a sus hogares.

La conversación, el juego y el hablarle al animal hizo parte de la infancia y la vida misma de muchas personas que ahora poco recuerdan. Los abuelos y las fotos son quienes aún podrían platicar de esto. Por su parte, los cinco hijos de Alexander: Esteban, Yeferson, Alejandra, Yorman y Yonier, podrán tener llevar en su memoria la imagen viva de su papá arriando y cuidando a las mulas que hace algunos años abrieron el camino por donde van.

Y es que, aunque las mulas ya no abran carreteras como antes, sí siguen cargando el peso de llevar el alimento y la esperanza a algunos hogares del Oriente antiqueño, como es la historia de Alexander, uno de los pocos arrieros que tiene Abejorral.

¿Cómo hicimos este especial?

Conoce en este infográfico el tras bambalinas de este especial.